—[...] ¡El señor Willy Wonka tiene en su haber algunas invenciones realmente fantásticas! ¿Sabías que ha inventado un método para fabricar helado de chocolate de modo que éste se mantenga frío durante horas y horas sin necesidad de meterlo en la nevera? ¡Hasta puedes dejarlo al sol toda una mañana en un día caluroso y nunca se derretirá!
—¡Pero eso es imposible! —dijo el pequeño Charlie, mirando asombrado a su abuelo.
—¡Claro que es imposible! —exclamó el abuelo Joe—. ¡Es completamente absurdo! ¡Pero el señor Willy Wonka lo ha conseguido!
Este es un diálogo que encontramos en el libro Charlie y la fábrica de chocolate. Y aunque deseemos que ese método para fabricar un helado eterno sea realidad, lo cierto es que solo puede existir en la obra de Roal Dahl. Como escribía Fernando Sapiña, «desgraciadamente, ese helado siempre será un producto de la imaginación: un helado debe fundirse para refrescar. La sensación refrescante tiene su origen en la transferencia de calor de nuestra boca al helado, y la mayor parte del calor transferido se emplea, precisamente, en fundir el hielo…»
Sapiña (1964-2018) fue profesor titular del Departamento de Química Inorgánica de la Universitat de València e investigador del Instituto de Ciencia de los Materiales de la Universitat de València, centro del que fue director entre 2013 y 2015. Durante más de diez años, este químico y divulgador mantuvo una sección sobre ciencia y gastronomía en la revista Mètode, bajo el título de «La ciencia en la mesa». Mètode fue también mi primera experiencia laboral como periodista; allí crecí profesionalmente y aprendí leyendo y conversando, entre otros, con el profesor Sapiña. Por eso quiero que esta publicación sea también un humilde reconocimiento a su trayectoria.
Entre los más de 40 artículos publicados en su sección, dedicó uno a los helados. En este texto no solo nos confirmaba que no puede existir el helado eterno, sino que nos explicaba las diferencias a nivel microscópico entre los dos grandes grupos de helados: los de hielo y los cremosos. Cuanto mayor es el contenido en hielo de un helado, más refresca. Así, «si hace mucho calor, normalmente elegimos un helado de agua, con un 75 % de hielo, frente a un helado lácteo, con un 30 % de hielo.»
Todos los helados tienen unas características comunes, pero podemos diferenciar fácilmente entre los que están basados en agua y los lácteos. La diferencia, decía Sapiña, está en la disposición de sus componentes a nivel microscópico: en su microestructura.
Si los helados de hielo tienen un 75% de este elemento y un 25% de matriz, los helados lácteos están compuestos por un 50% de burbujas de aire, un 30% de cristales de hielo, un 15% de matriz y un 5% de gotitas de grasa. «Y son esos componentes microestructurales los que hacen que un helado lácteo sea tan deseable: el hielo enfría la boca durante su fusión; las burbujas de aire le proporcionan esa textura blanda característica; la grasa estabiliza las burbujas de aire y confiere al helado cremosidad; la matriz cohesiona todos los demás elementos», resolvía Sapiña en su artículo.
Porque más allá de los gustos personales, hay ciencia tras las diferencias entre un Calippo y un Cornetto.
Fotografia de StockSnap en Pixabay
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