Los satélites naturales son cuerpos celestes que orbitan alrededor de un planeta. En el Sistema Solar hay planetas que no tienen ninguno, como Mercurio y Venus, y otros a los que se les conocen numerosos satélites, como Saturno con 82 y Júpiter con 79. La Tierra, el planeta que habitamos, tiene un único satélite natural: la Luna.
Más allá de las ideas pseudocientíficas en torno a la influencia sobre nuestro planeta y nuestras vidas, es cierto que la Tierra está bajo el influjo de la Luna, ya que este satélite ejerce una serie de efectos sobre la dinámica de rotación, el clima y otras características del planeta. Para abordar esos estrechos vínculos entre ambos cuerpos celestes, vendría bien recordar sus orígenes, también ligados.
En una entrada anterior se esbozaba la formación del Sistema Solar y, con él, la Tierra. Fue hace unos 4.600 millones de años, a partir de la condensación de una de nube de gas y polvo interestelar producida por una supernova.
En ese primer momento, la Tierra no tenía luna. Pero pronto un gran cuerpo, un protoplaneta del tamaño de Marte, impactó duramente contra nuestro planeta. El choque fue tan fuerte que se fusionó material de ambos cuerpos, y también salieron despedidos pedazos de esa Tierra primitiva. La agregación gravitatoria de algunos fragmentos de roca arrancados por aquella gran colisión, que se habían quedado orbitando alrededor de la Tierra y creando un gran anillo de escombros, acabó formando el satélite natural. Esto dice, al menos, la teoría del gran impacto (giant-impact hypothesis o Big Splash), la más aceptada por la comunidad científica. Además, otra consecuencia del golpe fue la modificación del eje de rotación del planeta, con un ángulo de inclinación de 23,5º respecto de la perpendicular.
Pero, ¿cuáles son los efectos de la Luna en la Tierra? Pues, por ejemplo, es la responsable de un espectacular fenómeno natural en Normandía, las mareas en la bahía del Monte Saint-Michel. Bueno, de estas y de las demás mareas, aunque no sean tan famosas. Así, uno de los efectos más obvios de la Luna en nuestro planeta son las mareas terrestres, las subidas y bajadas del nivel del mar con una frecuencia aproximada de medio día por la influencia de la gravedad del satélite sobre la corteza líquida, que provoca un abombamiento tanto en la parte más cercana a la Luna como en el punto más distanciado. Por lo tanto, sin Luna no habría mareas como las que ahora conocemos. Más allá de la curiosidad de las imágenes adjuntas, la desaparición de las mareas provocaría la debilitación de las corrientes oceánicas, el estancamiento de las aguas, la desaparición de la limpieza natural de las orillas...
Marea baja y marea alta en la bahía del Monte Saint-Michel. Imágenes: Wikimedia Commons |
También el Sol ejerce una fuerza de atracción, aunque su efecto es mucho más débil. No obstante, la combinación de la gravedad de la Luna y del Sol provoca las mareas vivas y las mareas muertas. Cuando el Sol y la Luna están alineados con la Tierra, se producen las mareas más altas. Cuando el eje que une el Sol con la Tierra y el eje que une la Luna con la Tierra forman un ángulo recto, se dan las mareas más bajas. La fuerza gravitatoria lunar también provocaría ligeras deformaciones de la atmósfera.
La Luna influye en la inclinación de la Tierra sobre su eje de rotación, o más bien en la estabilización de ese eje para que se mantenga fijo, para que el planeta no se tambalee como una peonza. Se calcula que, sin el satélite, el eje podría variar entre los 0 y los 90 grados. Mientras que un eje fijo contribuye a la estabilidad climática el clima –más allá de los cambios en el clima provocados por la acción humana, claro está–, una variación del eje provocaría un cambio climático global con temperaturas extremas en los veranos y los inviernos, lo que a su vez sería causa de vientos extremos por las grandes diferencias térmicas entre uno y otro hemisferio.
El hecho de que la Luna refleje la luz solar tiene efectos también en las vidas de los seres que habitamos este planeta, cuyos ritmos biológicos se han adaptado a esa presencia de la 'luz lunar' que rompe la oscuridad de la noche.
La Luna se aleja actualmente de la Tierra a un ritmo de 3,82 cm por año. Y a medida que se 'aparta' los días también se van haciendo más largos. Según un estudio de investigadores de la Universidad de Wisconsin-Madison publicado en junio de 2018 en la revista científica PNAS, hace 1.400 millones de años los días terrestres duraban poco más de 18 horas, frente a las 24 de ahora. En cuanto al primitivo día terrestre, todavía sin Luna, duraba solo 6 horas.
El título del trabajo arriba citado es 'Proterozoic Milankovitch cycles and the history of the solar system'. Y bien, ¿qué son estos ciclos? Pues los cambios climáticos rítmicos producidos por las variaciones periódicas de la órbita y el eje de rotación de la Tierra a lo largo de decenas de miles de años. Esta teoría astronómica de las variaciones orbitales toma el nombre de Milutin Milankovitch (1879-1985). Su modelo se basa en tres parámetros que varían debido a las interacciones gravitatorias entre los objetos del Sistema Solar, como hemos visto a lo largo de esta entrada: la excentricidad de la órbita, la oblicuidad (el ángulo del eje de rotación) y la precesión (el movimiento de 'bamboleo'). La combinación de estos tres parámetros provoca la variación del clima global a lo largo de los milenios: glaciaciones, períodos de sequía, períodos de inundaciones...
Figura de Hannes Grobe, en bbvaopendmind.com |
Fotografía de cabecera: Jesper Kronholm, en Unsplash
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